jueves, 22 de abril de 2010

LA PENA DE MUERTE. UN ABSURDO

El conócete a ti mismo que signa el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos, es una invocación a la perfección del hombre, una alegoría a la vida plena y absoluta, un llamado a Dios. Pues solo dentro de si puede el ser humano hallar el verdadero sentido de su existencia. Porque cada hombre, en cuanto imagen y semejanza de Dios, es potencialmente perfecto. Porque dentro de cada hombre existe un Cristo, padre e hijo, fruto y semilla, capaz de ser vida para la vida, pero también susceptible de sucumbir, igual que el mártir del Gólgota, a manos del hombre mismo. Por eso, quien mata a un hombre mata a todos los hombres del mundo.

Luego,¿ Cuantos cristos han existido en este mundo de desolación? ¿Cuántos deambulan por esta tierra de dolor llevando a cuestas el horror y la crueldad de la miseria humana, y cuantos Gólgotas se yerguen sobre la faz de nuestro planeta como símbolos de la irracionalidad del hombre?

Esta reflexión surge en repuesta a los planteamientos de la implementación de la pena de muerte. Situación que horroriza y contra la cual se dificulta hilvanar argumentación alguna, mas allá de estas reflexiones, por lo irracional del planteamiento. Pues por todas las razones con que se pretenda justificar, y con los diversos matices que se le dan, desde la óptica ontológica, moral, religiosa, social ética y jurídica, es un absurdo.

No es necesario recordarles a quienes propugnan tal medida, que la verdadera y plena eficacia del Derecho, no se logra extralimitando su poder coactivo, sino creando justicia, es decir, dándole a cada quien lo suyo. Y el Estado, antes de dar muerte por la muerte, debe dar alimentación, educación, salud y la posibilidad de tener una vida plena y digna, dar vida por la vida, para permitir que la persona comience a conocerse a si misma.

Cantaba el poeta Andrés Eloy Blanco: Cuando se tiene un hijo se tienen todos los hijos del mundo. Y yo insisto : Cuando se mata a un hombre, se mata a todos los hombres del mundo.


Javier A. Rodríguez G.

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La palabra escrita se independiza del autor y trasciende las barreras del espacio tiempo, haciéndose evidencia que delata el pensamiento y desnuda los sentimientos.(Javier A. Rodríguez G.)